EL DESEO DE JESÚS




¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón, limpio estoy de mí pecado?

Ninguno de nosotros podríamos aseverar tal cosa, la Palabra de Dios nos dice: “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque.”

Mucho menos, podríamos pensar que está en nosotros el limpiar nuestro corazón de pecado. ¡Imposible!

Si vamos al capítulo 17 del evangelio de Juan, nos damos cuenta de la profundidad que encierran las palabras de Jesús al expresar ante su Padre: “Glorifica a tu Hijo, para que también tu hijo te glorifique ti; como le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste.”

Y esta es la vida eterna: “Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quién has enviado.”

El propósito se cumplió. ¡Él da vida eterna a todo el que en él cree!

Nosotras, formamos parte de este gran grupo de personas salvas por gracia.

En los versos del 4-7 se palpa la presentación de la obra de Jesús ante su Padre: “He acabado la obra que me diste que hiciese.” Y le manifiesta a su Padre: “Lo que hice, ha llevado gloria a tu Nombre.”

Jesús manifiesta su obediencia al Padre cuando dice: “He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran y me los diste.”

¡Que hermoso ejemplo de humildad tenemos en Jesús! Él era Dios, más no se aferró a su naturaleza divina, sino que se despojó así mismo tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre se humilló así mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz.

Jesús le rinde cuentas al Padre cuando dice: “Tuyos eran y me los diste y ellos han guardado tu Palabra”.

Todos los que somos salvos por los méritos de Jesús, tenemos una gran responsabilidad: Hablar de nuestro Padre Celestial. Tal y como lo hizo Jesús, él nos dejó ejemplo de gran sumisión y obediencia.

Jesús nos enseña a visualizar nuestro encuentro con el Padre en el cielo. ¿Le llevaremos Honra y Gloria? ¿Qué pondremos a sus pies?

Continúa diciendo en el verso 8: “Las palabras que me diste, les he dado y saben que proceden de ti.” Ellos las recibieron. Me recibieron a mí como su Salvador, porque creyeron que tú me enviaste.

Yo ruego por ellos, no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son.

Inmediatamente después Jesús expresa ante su Padre la preocupación que siente por los nuevos creyentes: “Yo voy a ti Padre Santo, más estos están en el mundo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre para que sean uno, así como nosotros. Más no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste.”

Como creyentes, ¿Qué estamos haciendo para que el mundo crea en Jesús? ¿Estoy anhelando que más gente sea incorporada al cuerpo de Cristo? Cuando compartimos el evangelio con las personas contamos las palabras que proceden del Padre: “Este es el testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo. El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo. Qué Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su hijo”. El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.

Nosotros hermanas, conocemos bien está verdad y nos gozamos en ella. Nuestra responsabilidad será obedecer eficazmente al llamado y ruego de Jesús.

¡Ánimo hermanas!, tomemos fuerzas, y unidas en amor hagamos la obra que se nos ha encomendado.


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